No fue Madrid sino una de sus
compañeras de península. La catalana, esa a la que llaman ‘la ciudad condal’.
Apenas tuve tiempo para estar con ella. Tres días. Tres míseros días. Fue un
flechazo, estoy segura, lo mío con ella fue amor a primera vista. Ya la había
visto antes –lo poco que se deja ver en unas horas– pero hasta ahora no le
había prestado atención. Hace unos meses, durante tres días, por fin la
contemplé y pude verla, pero de verdad. Al menos una parte de ella: sus cielos
claros, un calor asesino que no esperaba, sus noches enigmáticas y seductoras,
y varias calles misteriosas que invitan a perderse en ellas. También sus
innumerables cuestas, un aviso a todo extranjero de que ella es una tipa dura
que no se deja embaucar. Si quieres conocerla a fondo tienes que esforzarte, y
no basta con tener las ganas, tienes que demostrar tu empeño con un aguante
físico demoledor. Es así, o lo tomas o lo dejas.
Resulta agotador pero merece la
pena. Sus luces y su arquitectura te atrapan sin que te des cuenta, obligándote
a permanecer en un estado de éxtasis en el que el tiempo parece detenerse.
Seduce, arrasa y perturba. Ella es esa chica coqueta y decidida dispuesta a
guiñarte un ojo de cuando en cuando para hacerte saber que quiere hacerte suya.
Y lo hizo, joder que si lo hizo. En un lapso de tiempo muy inferior al que ha
necesitado cualquier hombre. En apenas 72 horas me concedió el mundo,
permitiéndome dejar de lado las preocupaciones y experimentar el
placer del azar y la casualidad. Y eso que ni siquiera puedo decir dónde estuve
exactamente: Las Ramblas, el barrio gótico, el centro, el fórum… Sí, puede ser.
Soy muy mala para los nombres y la geografía. No me ubico ni en mi propia
ciudad. Pero yo lo tengo claro, durante tres días estuve en un único lugar: el
Nirvana. Puede sonar exagerado pero así fue. Al menos según me dice mi corteza
cerebral.
Empiezo a pensar que las ciudades
son como las mujeres. Nunca llegas a conocerlas del todo por más tiempo que
pases con ellas. Al menos eso dicen los especímenes del género masculino con
los que me relaciono.
Es verdad, no la conozco mucho.
Pero la quiero igual. Quizá tanto como a París. Lo sé, no está bien confesar
públicamente tu amor por una dama cuando has jurado y perjurado que tu corazón
pertenece a otra; otra a la que esperas y deseas que también te esté esperando a ti. Aún así…
Podría decir que fue un desliz
pero sería mentira. Tal vez en mi corazón haya sitio para las dos. Puede que…
No, para qué engañarme. Me enamoró, cierto, pero ella es y siempre será la
segundona; la alternativa en caso de que no pueda viajar a París. Madre mía,
que confesión más fea… Si ella se enterara de todo esto me partiría la cara.
Algo que también haría la doña si supiera de mi confusión sentimental. Es más,
fijo que me pondría cara de perro y con muy malas pulgas me diría que Barcelona
solo es mi chica de fines de semana, esa putilla con la que me escapo cuando
ella no está. Entonces yo sonreiría ante ese arrebato de celos mientras, con
disimulo, miraría el objeto que estos últimos días ha captado toda mi atención.
Una artesanía de unos 20x5 cm. de la Casa Batlló de Gaudí. El único recuerdo
que poseo de esa estancia de tres días. Nada en comparación con los muchos que
tengo de los paseos por Montmartre, las visitas a la torre Eiffel y el Louvre,
y los desfases en Duplex. Ambas ciudades tienen un hueco en mi habitación pero
cada una tiene su propio espacio. No comparten estante. De hecho, ni siquiera
se encuentran en la misma sección del aparador. Eso ya sería el descaro
máximo y yo no soy tan desvergonzada. Sé guardar las formas, o eso quiero
pensar para acallar mi mala conciencia. Durante estos días mis pensamientos se
han centrado en ella –la otra–, relegando momentáneamente a la dueña de la casa
–y de mi corazón– al cajón de los recuerdos olvidados.
Solo fueron tres días. No tuvimos
tiempo para mucho. No vi tus atardeceres, ni tus parques, ni tus calles en una
tarde tranquila. Tampoco compartí contigo mis noches de locura y mis paseos en
busca de cordura. Es más, ni siquiera he podido dedicarte unas palabras hasta
ahora. ¿Qué te iba a decir?
“Hola, no sabes quién soy. De
hecho, yo casi ni te conozco. Solo te he visto de lejos y por casualidad pero
aun así, creo que te quiero”.
Gran presentación, sí señor. Una
declaración de amor que nada tiene que envidiar a las artimañas de Giacomo
Casanova. Y mientras la música suena miro y
remiro esa figurita que me saca una sonrisa y varios suspiros.
“En ocasiones necesito serle infiel,
irme unos días, darme un tiempo de descanso. Pero al estar con otras algo empieza
a arder y en poco tiempo voy de vuelta hasta sus brazos”.
Y entonces solo pienso: “Algún
día”. Algún día cenaremos en un sitio bonito –de esos que la mayoría de la
gente considera cutres pero que para mí tienen un encanto especial–, recorreré
las calles con la misma ternura que un amante se desliza por las curvas de su
amada y gritaré en una de tus plazas que te quiero. Algún día volveré para
compartir tiempo contigo, mimarte y conocerte de verdad. O al menos intentarlo.
Y no será por unos días, ni semanas sino meses. Tal vez más.
Volveré por ti. Por mí. Y solo
para quererte. Para quererte, Barcelona.
Como se puede extrañar tanto una
ciudad en la que apenas has estado =(